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De la realidad a la ficción o de la ficción a la realidad. La inquietante mirada de Isaac Rosa merodea por los recovecos de la actualidad para contarla, semana a semana, de otra manera

Boomer KO

Boomer KO

Isaac Rosa

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Ahora todos vamos de listos, ahora resulta que todo el mundo se lo olía, que todos sospechábamos algo desde el primer día, pero no es verdad: nos la coló a todos. A todos. Desde el jefe de recursos humanos que le hizo la entrevista, hasta la de administración que tecleó sus datos personales en el contrato, pasando por cada uno de los que compartimos departamento con él: todos caímos, a todos nos engañó.

Es verdad que era un tío rarillo, pero por esta empresa pasa gente de lo más freak. Con la rotación que tenemos, entre los que se queman ellos solos y ya no vuelven el lunes, los que no renuevan tras el período de prueba o son despedidos, y los que encuentran algo mejor y adiós muy buenas, no hay semana que no llegue alguien nuevo. Yo, que no llevo ni un año, he visto de todo. Así que tampoco nos íbamos a extrañar por un raro más.

Esta mañana hemos comentado junto a la máquina del café lo sucedido, y cada uno ha aportado su propio episodio, su momento en que pensó que Jota (José Antonio, pero desde el primer día quiso que lo llamásemos Jota) era un chaval un tanto peculiar. Hemos compartido anécdotas, medio en serio y medio en broma, con las que mitigar el malestar que nos une:

“Era muy callado, y tardaba en responder cuando le preguntabas algo, como si midiese bien cada palabra”.

“No había visto ninguna serie de las que comentábamos, decía que las conocía pero se le notaba que ni había oído hablar de la mayoría”.

“Aseguraba que había estudiado en la Autónoma, pero cuando le pregunté detalles por si habíamos coincidido o teníamos amigos comunes, se hizo un lío con las fechas y acabó cambiando de tema”.

“En el grupo de WhatsApp del afterwork apenas participaba, ¿verdad? Y las pocas veces que lo hacía era de pronto el tío con mejor rollo del mundo y escribía mucho LOL, WTF, YOLO, MEH y cosas así que a veces no venían a cuento”.

“No tenía ni idea de TikTok, pensé que me tomaba el pelo cuando le pregunté si tenía cuenta y no sabía de qué le estaba hablando. Busqué en Instagram y tampoco está, por lo menos no con su nombre. Apuesto a que tiene cuenta… ¡de Facebook!”

“¡No sabía quién era Yung Beef, ni le sonaba el nombre!”

“¿Yung Beef dices? Pero si un día lo pillé tarareando una… ¡de Sabina!”

“Esperad, esperad. Lo más flipante: llegaba muchas mañanas con un periódico en la mano, y no era un gratuito, ni siquiera un deportivo, ¡había comprado un periódico en el kiosco! ¡Un puto periódico!”

Reímos todos, pero en seguida se nos quiebra la risa. Poca broma. En realidad nos sentimos mal. Muy mal. Nos gustaría ayudarle, aunque ya sea tarde. La hemos cagado, pobre hombre.

José Antonio, o Jota, llegó poco antes de navidades. Lo vimos entrar en nuestro departamento acompañado por el jefe de recursos humanos, que lo presentó a Jaime, nuestro coordinador, con su broma de siempre: “Míster, aquí te entrego al último fichaje, ya ha pasado el reconocimiento médico. Sácalo a jugar y a ver cuántos goles mete”; y luego una palmada recia en el lomo del recién llegado: “¡A sudar la camiseta, crack!”

El coordinador le explicó rápidamente la estructura del departamento, la programación y objetivos mensuales, el sistema de calidad y demás básicos; le enseñó su mesa de trabajo, y luego nos lo fue presentando. Yo diría que cuando le di la mano por primera vez noté algo extraño, pero seguramente es una reelaboración posterior, a partir de lo que ahora sé. Aquel primer día ni me fijaría en él, casi ni levantaría la vista de mi pantalla, y no encontraría nada sospechoso en su outfit, que no recuerdo, pero que supongo como el del resto de días, como el de ayer mismo cuando lo vimos por última vez: vaqueros slim, camisa de leñador con camiseta debajo, y unas New Balance. Como cualquiera de nosotros. Tampoco llamaba la atención su corte de pelo, rapado por los lados y abundante arriba, su barba muy cuidada o sus gafas de pasta azul. Uno más en una empresa llena de veinteañeros y treintañeros, otro joven que daba el perfil que busca la dirección, tal como los reclama en las ofertas de empleo: “Empresa líder en el sector selecciona jóvenes dinámicos, con ambición, actitud positiva y ganas de crecer…”

Jota no era muy dinámico, más bien reservado, pero en el poco tiempo que ha estado con nosotros demostró sobrada ambición, actitud más que positiva, y ganas enormes de crecer. Sus resultados han sido muy buenos, nos lo confirmó esta mañana el coordinador, que no comparte la decisión de la empresa de despedirlo:

“Entiendo la pérdida de confianza, lo que ha hecho no es un asunto menor, de acuerdo. Pero era uno de nuestros mejores… muchachos. Uno de los mejores que he tenido en años. No vamos a encontrar muchos como él, con su formación, contactos, experiencia y madurez. Una pena”.

¿Quién fue el primero en manifestar alguna sospecha sobre aquel nuevo fichaje? Hoy en el café nos disputábamos la primicia, quién caló antes a Jota:

“¿Recordáis que yo un día hice una broma sobre su forma de hablar? A veces decía cosas como 'tranqui, tronco', 'efectiviwonder', 'que yo tengo mucha mili'; y todo le parecía 'guay'. Joder, colega, hablas igual que mi viejo, le solté aquel día, pero lo dije de coña”.

“Ese pelo suyo tan moreno, morenísimo, negro nuclear… Y la barba igual, parecía fake”.

“Ya os conté el día que lo vi por la calle con una piba, y cuando lo saludé pareció incómodo, ni me la presentó. Al día siguiente le comenté, eh, tío, vaya pibón, y me devolvió una sonrisa gélida”.

“Como cuando en el bar, aquella noche a la salida del curro, se le acercó un señor y lo saludó, ¿os acordáis? Lo llamó Pepe, no Jota, y lo miró con extrañeza, como dudando de si era él. Jota lo cogió del brazo y se lo llevó al fondo de la barra, le dijo algo al oído y yo vi la cara de pasmado que se le quedaba al otro”.

“A mí que un tío use maquillaje tampoco me choca demasiado, yo mismo me he puesto eye-liner para salir de fiesta. Pero es que algunas mañanas venía pintado como una puerta, joder, cantaba desde lejos; y flipo que no os dieseis cuenta hasta que os lo dije”.

Así fuimos acumulando indicios durante semanas, aunque el principal motivo de sospecha no tenía que ver con su aspecto físico, su color de pelo o su conversación: era su rendimiento laboral. El primero en llegar, el último en irse. El que mejores resultados del departamento sacó en el único mes que completó. El que más iniciativa mostraba, el que proponía las mejores soluciones en la reunión de coordinación. El más dinámico, el más ambicioso. También era el que te ayudaba con un marrón, es verdad, todos lo comprobamos.

Hasta que la semana pasada, por fin, hablamos claro. El martes por la noche, aprovechando que él no se quedó ese día al afterwork. Fui yo quien puso palabras a lo que ya todos pensábamos:

“Escuchadme, gente: estoy rallado con Jota. Muy rallado. Ese tío no es quien dice ser”.

“Estoy contigo: no sé a qué juega, pero está claro que no es uno de los nuestros. Es como si estuviera…”

“¿Disfrazado? Hace tiempo que lo pienso. No me creo nada de él. Todo suena falso: cuando habla de su familia, cuando cuenta anécdotas de sus compañeros de piso o del festival al que dice que fue el verano pasado. Está interpretando un papel. Me entran ganas de frotarle la cara con un kleenex para ver qué hay debajo”.

“Tenemos que averiguar de qué va ese tío”.

Al día siguiente empezamos a investigar. Primero lo stalkeamos, claro, rastreamos en el buscador y las redes sociales con su nombre y apellidos, pero eran demasiado comunes y no encontramos nada determinante. Así que me camelé a mi amiga de recursos humanos, que me enseñó el currículum de Jota, solo leerlo sin poder sacarle una foto. Por lo que pude ver, tenía buen nivel académico pero muy poca experiencia laboral, lo que hacía más sorprendente la facilidad con que se hacía cargo de cada vez más tareas.

Esa misma tarde otro compañero y yo esperamos en el bar de enfrente hasta que lo vimos salir, el último, como siempre. Lo seguimos a distancia, creíamos que iba al Metro, pero abrió un coche aparcado no muy lejos de la empresa, un modelo viejo, de más de quince años. Como había memorizado su dirección del currículum, pillamos un Uber y fuimos directos a su casa, al piso que según él compartía con otros dos treintañeros.

Era un barrio al sur, al pie de la autovía de circunvalación, un puñado de torres apretadas cerca de un centro comercial. Al llegar, frente al portal, vimos venir su coche, nos agachamos para no ser descubiertos y pasó de largo, debía de estar buscando aparcamiento, la calle atestada de vehículos en doble fila. Sin mucho pensar, aprovechamos la ventaja: entramos en su portal cuando salía un vecino, miramos el buzón y encontramos su nombre y apellidos, que al menos sí coincidían con los de su currículum, junto a varios nombres más: una María del Carmen, y otros dos nombres, Teresa y Ricardo, que compartían el primer apellido de nuestro Jota, y tenían por segundo el de la tal María del Carmen. Es decir, sus hijos. Que estuviera casado y con dos niños no nos impresionó tanto como cuando a continuación llamamos al timbre, fingiéndonos comerciales de inmobiliaria, y abrió la puerta una piba de veintipocos años. La tomamos por su mujer, la imaginamos madre de dos bebés, hasta que a su espalda asomó una señora que le preguntó: “¿Quién ha llamado, Tere?”

La prueba definitiva llegó al día siguiente: la chica de administración nos enseñó la fotocopia del DNI que Jota había entregado para que le hicieran el contrato, y que claramente ella ni había mirado. A esas alturas ya no nos sorprendió comprobar que nuestro Jota había nacido… en 1966.

“Joder, cincuenta y cuatro tacos”, dijimos varios a la vez.

Antes de abordarlo, nos reunimos sin él esa misma noche, en un bar distinto al habitual. Los ánimos estaban ya bastante calentitos:

“¡Cincuenta y cuatro tacos! Un puto viejo disfrazado de millennial, de qué va ese tío”.

“Igual es poli y está investigando algo”.

“Sí, detective, no te jode. No has visto tú películas…”

“Yo digo que es un jefe, que se hace pasar por uno de nosotros para espiarnos”.

“A ver si va a ser como el programa ese, el del jefe disfrazado”.

“Infiltrado, el jefe infiltrado”.

“Cómo va a ser eso, si no hay cámaras ni nada”.

“Pues igual es un jefe que se ha flipado viendo el programa ese, y ha decidido hacerlo por su cuenta, para conocer la empresa desde dentro”.

“Sí, para que nos confiemos y a la mínima nos pone en la calle”.

“O un consultor que está evaluándonos”.

“Sea quien sea, lo que está claro es que va a jodernos. Hay que hacer algo. Se acabó el carnaval”.

Y así hicimos ayer: esperamos a que se acercase a la máquina del café, y aquí mismo lo acorralamos entre todos los del departamento. Nos vio venir, y antes de que nadie abriese la boca ya le cambió la cara, se dio cuenta de que lo habíamos pillado:

“Hola, ¿puedo ayudaros en algo?”

“Se acabó el juego, José Antonio. ¿O prefieres que te llamemos Pepe?”

“Vaya pibón, vaya pibón… Y resulta que era tu hija, cabrón”.

“¿Pensabas que ibas a engañarnos con ese tinte cutre, un poco de maquillaje y ropa de tu hijo?”

“Puedo explicároslo”, balbuceó, y le exigimos que sí, que nos lo explicara todo, desde el principio.

Y cuando esperábamos que nos confesase que en realidad era el nuevo director general, o el CEO venido de la sede central, o un detective contratado para descubrir a algún empleado desleal, nos encontramos con una historia bien distinta: José Antonio, Jota, nos dijo que sí, que tenía cincuenta y cuatro años. Había pasado casi veinte en una empresa, hasta que un ERE fusiló a todos los empleados de más de cuarenta y cinco. Llevaba seis años buscando trabajo, y todo lo que había conseguido en ese tiempo era un par de contratos temporales, fracasar como autónomo llevando la representación de una marca, suspender dos oposiciones del Estado y de la Comunidad, agotar la prestación por desempleo, el subsidio y lo que le quedaba de la indemnización por despido, malvivir con la ayuda de 430 euros para parados mayores, hacer incontables cursos, acudir a sesiones sobre técnicas de búsqueda de empleo, enviar correos y currículum a decenas, cientos de ofertas de trabajo, enviar distintas versiones del currículum, rebajando la formación y la experiencia para poder optar a puestos de diferentes sectores y categorías.

Con voz quebrada nos dijo que estaba ya harto de anuncios de empleo que directamente buscan personas de menos de cincuenta, de menos de cuarenta y cinco, de menos de cuarenta. Harto de entrevistadores que tuercen el gesto al leer su fecha de nacimiento, y a veces se lo reconocían con dolorosa sinceridad: lo siento, su currículum es excelente, pero buscamos gente joven, dinámica, ambiciosa. Harto de ser despreciado porque piensen que con esa edad eres conflictivo, exigirás más, esperarás mejor remuneración, enfermarás más a menudo, serás menos dócil, aguantarás menos abusos, serás menos flexible, te adaptarás peor a los cambios, te sindicarás y revolverás a los trabajadores más jóvenes; y mientras hablaba lo escuchábamos en silencio, todos conmovidos, de pronto viendo lo evidente de su disfraz, grotesco al escuchar su voz veterana. Al oír su relato pareciera que la máscara se descompusiese, como si el maquillaje se desconchase, el tinte se apagara, la piel del cuello perdiera tensión descolgando papada, se le embolsasen ojeras y corriesen surcos alrededor de la boca, perdiera luz la piel sobre las mejillas huesudas y brillo los ojos, asomasen alambres de orejas y nariz, y se le oscureciese la voz mientras terminaba de contar su historia, su vieja historia.

La idea, terminó por confesarnos, la idea se la había dado su hija Tere, un día que lo vio regresar derrotado de otra entrevista de trabajo: “Oye, papá, siempre que nos ven juntos nos hacen la broma de si soy tu novia o tu hermana, y es verdad que te conservas bien, no aparentas la edad que tienes. Se me está ocurriendo algo muy loco…”

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